jueves, 24 de marzo de 2011

Cambios en tu hijo adolescente, de Fontanarrosa

Cambios en tu hijo adolescente
 por Roberto Fontanarrosa
Tu hijo adolescente está cambiando. Y está cambiando a ojos vista. Lo miras cuando duerme y te asombras de que los pies le asomen una cuarta por el extremo más lejano de la cama. Los brazos se le enredan, como si no encontraran sitio, y la cabeza pende por la otra punta de su lecho como la de un pollo muerto. ¡Y es la misma cama que parecía enorme para él no hace tantos años, cuando con tu esposa decidieron cambiarlo de la cunita con barrotes porque saltaba afuera de ella como si fuese un mono!
Tu hijo ya no tiene el rostro redondeado y rubicundo de cuando era un niño, sino que la cara ha adquirido rasgos angulosos y su color se torna, día a día, más verdoso. Incluso sus movimientos no tienen ahora la armonía de cuando pequeño, cuando todo, absolutamente todo lo que hacía era gracioso. Arrojaba un plato de sopa al piso y era encantador. Aplastaba con su pequeño piecito las mejores flores del jardín de tu casa y arrancaba risas. Retorcía con saña la piel sedosa del paciente perro y movía a elogios.
Ahora está algo torpe, desmañado y le cuesta habituarse a sus nuevas medidas antropométricas, las que ha adquirido durante el desarrollo Se golpea frecuentemente contra las puertas del aparador, empuja sin querer con los codos los vasos de la mesa y se da la frente con estruendo contra el dintel de la puerta del fondo.
 '¿Qué está ocurriendo con mi hijo?', te preguntas. ¿Qué fenómeno mutante le sucede, que se levanta una mañana y ha crecido cinco centímetros, sale de dos días con fiebre y se ha estirado ocho? Porque, incluso, seamos sinceros: huele mal. El sabandija huele a rayos. ¿Adónde quedó ese aroma a talco boratado, a jabón Lanoleche y a perfume suave que lo envolvía como una nube celestial cuando era muy niño y daba placer estrujarlo? Ahora emana un tufillo confuso a almizcle y a aguas servidas, a goma agria y a perro mojado.
Cuando tú entras en su habitación respiras el aire denso del encierro, un pesado vaho a zoológico, a establo, a pesebre, a leonera, a mingitorio de baño público. Además, el sabandija se niega a bañarse. No te lo dice directamente, no te enfrenta mirándote a los ojos cuando se resiste a entrar a la bañera, no. Pero elude el momento, se olvida, finge no tener tiempo, aduce que el estudio le quita oportunidades de asearse.
Tu esposa le ha comprado cientos de nuevas camisetas, algunas de ellas con estampados jubilosos, alegres, juveniles. Tu hijo, sin embargo, se empecina en usar siempre la misma camiseta negra, arrugada, con el estampado en blanco de un cocodrilo del Ganges, con la que ha dormido las últimas nueve noches.
Ahora mismo, mientras lo miras durmiendo despatarrado sobre la cama que ya le queda chica, adviertes que sus piernas, esas mismas piernas que, cuando bebé, eran cortas extremidades rollizas, infladas, rosáceas y regordetas son, de pronto, largas piernas huesudas que, en sectores, muestran una granulosidad plena de canutos similar a la de la piel de los pollos congelados. Y en otras zonas unos enormes, largos y negros pelos simiescos que confieren a tu hijo una apariencia silvestre.
Su piel, por otra parte, en estos momentos, ya no es más la tersa y suave que tanto te gustaba tocar cuando no tenía más de 9 años. Tu hijo está viviendo una explosión hormonal, sus glándulas sebáceas se han declarado en estado de alerta máxima, y revientan, especialmente sobre la superficie de su rostro, centenares de nuevos granos amarillentos, cerúleos y purulentos.
¿Qué hay, incluso, sobre sus labios amoratados? Detectas una sombra. Pero no es, precisamente, la sombra de su sonrisa, como bien lo poetizaba la canción aquélla. Es un bozo, una pelusa de bigote, una suerte de suciedad grisácea que brinda a su labio superior un ribete desprolijo, como si no se hubiese limpiado la base de la nariz luego de comer cenizas.
Pero mucho te equivocarías si tan sólo te detuvieras en eso, en la observación de los cambios físicos, notorios y evidentes. Si sólo te quedaras en precisar que su cabello opaco se enreda en grumos intrincados, sus rodillas tienen la dimensión de dos tazas de café y su aliento huele a comadreja. Ocurre algo más, algo más profundo y complicado aparte del replanteo de diseño y decoración personal de tu hijo. Ocurre algo más y es esto: tu hijo está cambiando como persona, como ser humano. Como las serpientes, está mudando de piel y de personalidad.
 Hay veces –muchas, debes confesarlo– en que le hablas y no te oye. Parece escucharte, pero no registra en lo más mínimo lo que le has dicho. O masculla, simplemente: 'Sí, sí, está bien. Está bien', como se les dice a los locos, sólo para conformarlos. O, cuando le reprochas algo, responde con frases de un cinismo notable tales como 'Mala suerte' o 'Qué pena', como aseverando que tus desvelos por corregirlo serán vanos, morirán, infructuosos, aplastados por los ya escritos designios del destino. O sólo contesta con un desafiante e insolente.
'¿Y...?' cuando su madre le recuerda que no ha ido este mes a visitar a sus tíos. Y hay otro llamado de atención, te recuerdo, muy claro y estremecedor, convengamos: en ocasiones te mira como para matarte. Aquellos ojos de ardilla que se abrían encantadores cuando tú le mostrabas el libro con la historia de los dos ositos, ahora se clavan en los tuyos y tú adviertes, lisa y llanamente, que tras sus pupilas titila un brillo asesino, el mismo que alumbrara la locura homicida de Manson.
Tú te has atrevido a entrar en su habitación luego de golpear un par de veces, desde luego. Le has recordado que debe ir a limpiar el baño que quedó hecho un lodazal luego de que él, por fin, accediera a darse la ducha semanal, y has interrumpido su videojuego en la computadora. Te dijo, rumiante, que ya iría a secar el baño, pero tú, imprudente, has insistido.
Es entonces cuando él te mira tal como lo describíamos. Te mira y te dice, con una voz donde relampaguea una inflexión filosa y acerada, separando notoriamente cada sílaba: 'Te-dije-que-ya-iba-a-ir'. Y serpentea por sus palabras una apenas velada amenaza de homicidio. ¡Es él, tu hijo, el mismo niño que para las Navidades cantaba junto a ti villancicos con voz dulce y graciosa! Algo se está solidificando dentro del magma espiritual de tu muchacho.
Algo, dentro de esa corriente de agua pura y cristalina que era tu pequeño, se está congelando, está creando sus propios ángulos y sus propias aristas. Has palpado algo duro allí dentro, por cierto. ¿Dónde ha quedado aquella personita minúscula, genuinamente inocente, que se creía la historia del ratoncito que deposita dinero a cambio de un diente caído? Tú mismo empezaste a cambiarla cuando le enseñaste a negociar, te informo.
Les has vendido espejitos a los indios, mi amigo. Les has mostrado el poder del canje, les has cambiado pieles de zorro por aguardiente. Ahora saben que tú debes darles algo cuando les pidas alguna cosa. Tu propia esposa inició a tu hijo en eso cuando le prometía dejarlo ver el programa de televisión con los Muppets si él era tan bueno de comer la primera cucharada de la repugnante papilla.
Tú mismo lo acostumbraste a la extorsión cuando negociaste no llevarlo sobre tus hombros en el paseo por el shopping vecino a cambio de comprarle un chupetín con forma de rinoceronte. Ahora le pides gentilmente que apague la luz de su pieza cuando no la usa y te exige diez dólares, le ruegas que no deje tiradas sus ropas por el suelo y pretende un compact de los Screaming Headless Torsos, le indicas que no apoye los codos sobre la mesa y ruge que necesita una moto japonesa.
No te sorprendas, mi amigo. La explicación es muy simple: él está cada vez más parecido a ti mismo, es ya un delincuente como todos nosotros, es uno más de la banda, lo estamos integrando jubilosamente en el clan. Y hay otro detalle: ya no puedes pegarle. Ese coscorrón sonoro sobre el remolino de pelo que tiene en la cabeza, ese manotazo plano sobre sus asentaderas cuando hacía algo malo, ese zamarreo espasmódico tomándolo de un hombro cuando berreaba como un demonio, ya no es atinado.
Ahora, te diría que lo pienses muy bien antes de hacerlo. Ayer mismo le levantaste una mano y te miró fijamente, como calculando la resistencia de tus huesos, la oposición que presentaría la piel de tu cuello a la punta doble y metálica de una tijera. Lo miras ahora, mientras duerme, cuando parece recuperar algo de ese toque angelical que poseía en el colegio primario, y ves que su espalda tiene casi el mismo ancho que su almohada, y que los músculos jóvenes de los brazos son protuberancias tensas, como si tuviese sogas que le corrieran bajo la piel.
Lo comprobaste, además, no hace mucho, cuando le asestaste un festivo empujón sobre una tetilla, a modo de chanza, y tu mano chocó contra una superficie que tenía la granítica dureza del cemento, una dureza que en tu propio cuerpo de padre sólo podría encontrarse en la hebilla de tu cinturón. Podría matarte con una sola de sus manos, en suma.
Perdiste tu oportunidad de pegarle cuando estabas a tiempo. Ahora ya es tarde. Pero no te inquietes, tu hijo está en una etapa de cambios. Su personalidad se retuerce como una culebra caída en el fuego. Varía día tras día, se transforma, muta. Hoy verás a tu hijo silencioso y reconcentrado, como preocupado por un futuro que se le antoja amenazante. Mañana lo verás conversador y tumultuoso, atacado por un hambre feroz que lo llevará a comer cuatro filetes de cerdo acompañados con huevos fritos. Ayer lo habías contemplado esquivo y distante, abocado a leer poemas de Verlaine y de Rimbaud.
Su alma es una suerte de masilla blanduzca, que se modifica y amolda a las presiones que recibe. Aparece un día diciendo que quiere ser jugador de basquet, y no se saca durante 24 horas esa ridícula gorra de los Dodgers. Al día siguiente opina que su destino está en la Bolsa de Valores y se empecina en lucir un saco oscuro con corbata al tono sobre los pantalones vaqueros. Mañana por la mañana sostendrá que desea sacar la visa para irse a vivir a Rusia y criar allí conejos de angora. Por la tarde confesará que está enamorado y habrá de casarse al poco tiempo. Su perfil, su forma de ser, fluye, se eleva y se distorsiona como esas voluptuosas volutas aceitosas que giran dentro de los cilindros iluminados que suelen ponerse como adorno en las casas de decoración llenos de un líquido ámbar y moroso.
Pero pronto, mucho antes de lo que tú te imaginas, aparecerá el modelo terminado. La naturaleza habrá completado su diseño. Se habrá confirmado la curva de su mandíbula, encontrará su diámetro la extensión de la cintura y las excrecencias de la piel se harán más y más infrecuentes en las inmediaciones de la nariz y la boca. Hasta la voz ya no le patinará tanto en algunos tonos, adquiriendo un matiz más parejo y previsible. Pero lo más importante: podrá advertirse una estructura firme, un andamiaje que sostenga a una personalidad definitiva y consolidada.
Y entonces, mi querido amigo, padre y custodio de un adolescente, cuanto tu hijo haya adquirido ya una personalidad concreta, sólida, palpable, buena o mala pero propia, definida, conocerá a una mujer. Conocerá a una mujer y esa mujer intentará cambiarlo.

Tomado de Te digo más... y otros cuentos, de Roberto Fontanarrosa.
Publicado por Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2001

martes, 22 de marzo de 2011

Tonto, pero no tanto

Tonto, pero no tanto (cuento folclórico argentino)

Cierta vez, Don Juan, el zorro, compró un campo; pero como era muy haragán y se creía muy astuto, contrató al quirquincho, para que realizara todo el trabajo. El quirquincho trabajaba de sol a sol. Casi no hablaba. No levantaba la cabeza de la tierra, que araba y carpía cuidadosamente. El zorro, vea usté, dormitaba en  la sombra de un árbol y de cuando en cuando se espantaba alguna mosca con el rabo. Pensaba que se había conseguido un peón muy tonto, pero muy eficiente. En el pueblo decían que el quirquincho, además de mudo, era crédulo, capaz de creerse cualquier mentira que le contaran, por grande y disparatada que fuera.
Una noche, vea usté, cuando el trigal ya ondulaba maduro en el campito, Don Juan decidió hacerle una broma al quirquincho y comprobar, de paso, qué tan tonto era. Lo invitó a cenar y para ello asó unos chorizos y unas batatas. El quirquincho, como era su costumbre vino rodando, hecho una bola y levantando una polvareda que anunciaba su llegada desde lejos. Cuando llegó a la puerta de la casa, el patrón lo estaba esperando con una sonrisa socarrona.
- ¡Qué buen mozo te has venido, muchacho! -exclamó al verlo-, vení, sentate, que tenemos mucho que charlar.
- No, patroncito, -dijo el quirquincho, que siempre le decía patroncito, mientras se sacudía el polvo de la rodada,- si estoy muy sucio…
- Lavate un poco con esto que hay en el balde… ¿Cómo se llama?
- Agua, patrón.
- No, hombre, no. Eso se llama aclarancia -dijo el pícaro zorro, vea usté.
- ¡Aclarancia! -dijo el quirquincho, y se calló.
- Vení pa’ca, ayudame a avivar el… ¿Cómo se llama? –preguntó el zorro, inocentemente, mientras señalaba los carbones encendidos.
- El fuego, patroncito -se apuró a contestar el quirquincho.
- ¡Pero, muchacho! ¿Cómo es posible que no sepas algo tan simple? Eso se llama alumbrancia.
- ¡Alumbrancia! -respondió el quirquincho, y se calló.
- A ver muchacho -dijo en tono Don Juan, burlón-, como sos muy bueno pero muy zonzo, te vu’a ayudar; mientras esperamos que el asao esté listo, voy a enseñarte algunas cosas más.
¿Cómo se llama eso? -preguntó señalando al gato que dormía plácidamente cerca del fuego.
- ¡Eso sí que me lo sé! -dijo el quirquincho-, es un gato, patrón.
- ¡No, no, eso se llama avequecazarratas!
- ¡Avequecazarratas! -repitió el quirquincho, y se calló.
- ¿Y eso otro cómo se llama? -preguntó el zorro, señalando la puerta de entrada.
- Puerta, patrón, ¿Cómo se va a llamar?
- No, chico, no, no y no. Se llama pértura.
- ¡Pértura!
- Así es; pero vení vamos a comer.
Mientras cenaban, vea usté, el zorro, que seguía con muchas ganitas de burlarse del quirquincho, continuó preguntándole:
- Decime, muchacho ¿Cómo se llama eso que se ve por la ventana?
- Trigal, patroncito. ¡Si yo mismo lo sembré!
- No chico, se llama bitoque.
- ¡Bitoque!
Permanecieron callados un buen rato mientras comían, pero Don Juan se había propuesto reírse toda la noche a costillas del quirquincho y continuó preguntándole:
- ¿Viniste caminando o en burro?
- No, patrón, vine rodando. ¿No vio la polvareda?
- No se dice rodando, muchacho. Se dice girándolo.
- ¡Girándolo! (repitió el quirquincho, y se calló).
Terminaron de comer y sobre el asador quedaban unos chorizos. El quirquincho, al verlos, dijo:
- ¡Qué pena, patroncito, que han quedado esos chorizos sin comer!
- No se llaman chorizos, se llaman filitroques. Y podés llevártelos, si querés -dijo el zorro, levantándose y enfilando hacia el dormitorio, porque ya no se podía aguantar las ganas de reírse a carcajadas.
- ¡Filitroques! ¿Se va a la cama patrón? -preguntó el quirquincho.
- Me voy a dormir porque mañana tengo que madrugar. Pero no se llama cama -dijo aún, y ya al borde de las lágrimas-, se llama descansadero. Buenas noches, muchacho.
- Buenas noches, patrón.
Quedó el quirquincho sentado en la cocina, rumiando cuanto le había dicho el zorro. Cuando de pronto saltó una brasa encendida sobre el lomo del gato que dormitaba a sus pies. El animal, desesperado, saltó como alma que se lleva el diablo en dirección al trigal. El quirquincho vio que el trigo comenzaba a incendiarse rápidamente; entonces, con una sonrisa, le gritó al zorro:
- ¡Patroncito, deje pronto el descansadero y salga rápido por la pértura, que el avequecazarratas se ha vestido de alumbrancia y si no viene con aclarancia se le quemará el bitoque! ¡Yo me voy girándolo y me llevo los filitroques!
Al oír los gritos del quirquincho, Don Juan se levantó, pero sin ningún apuro, porque no entendió ni una sola palabra de lo que aquel le decía. Al llegar a la puerta vio, desesperado, el trigal totalmente envuelto en llamas y, a lo lejos, la polvareda que levantaba el quirquincho.