sábado, 16 de marzo de 2013

La yacuaregazú, cuento de R. Fontanarrosa


Cuando el hombre sintió el pinchazo en la axila, pegó un grito y se desmoronó sobre la hojarasca del sendero.
—¿Qué pasa? —preguntó, alarmada, su mujer. 
Edema era una misionera de edad indefinida, de una flacura lindante con lo esquelético, que venía cargando desde Ipuberá con un yacaré de 18 kilos, vivo, comprado en el mercado de la plaza.
—Una yacuaregazú— jadeó el hombre, sentado en el suelo, revisando frenéticamente entre los pliegos de su camisa de brin.
—¿Te picó?
—Me picó.
Edema sabía preparar el yacaré en rodajas no más anchas que la palma de una mano, sazonadas con cebollas angurí y trozos de mandioca. O arrollado, atado como un matambre para evitar que se escape, en caso de no estar bien muerto, tras el primer hervor. Más de una vez le había ocurrido cuerear un yacaré, quitarle las entrañas, salarlo y verlo luego salir huyendo con una gallina entre los dientes, al primer descuido. 
"Yacaré mboró pubé" solía decir Edema, y no le faltaba razón.
—¿Dónde te picó?
—Acá —señaló el hombre bajo su brazo. 
Transpiraba copiosamente, por el calor oprobioso de la selva y por el miedo. Sabía que pronto empezaría a orinar saliva, uno de los primeros síntomas de la expansión del veneno en su cuerpo.
—Mirá —volvió a señalar— se me ha endurecido esto. Tengo un promontorio duro y redondo como una bola.
—Eso es el codo.
—Me picó en el sobaco —informó el hombre, y por un momento pareció que estuviera hablando de otro.
—No sé cómo pudo meterse ahí.
Pero él sabía que las yacuaregazú buscan los lugares oscuros y pilosos para dormitar. Húmedos también. Tal vez el hombre la había molestado, sin querer, al ajustarse la correa del machete, o se había rascado.
Edema sabía preparar el yacaré en torrejas, a las que acompañaba con arroz, yuca y tomate perita. Pero así al hombre no le apetecía demasiado.
—Andá... andá hasta lo del Catilo... —pidió el hombre a Edema.
—Decile que me picó una yacuaregazú. Decile que busque un médico. Decile que se apure. Edema dejó el yacaré en el suelo y salió a escape. 
Era ágil a pesar de su edad indefinida y conocía la selva bastante bien. Cuando el hombre se quedó solo, se percató del silencio. Tanteó de nuevo el lugar de la picadura. Vaya a saber cuánto tiempo hacía que la yacuaregazú había estado habitando la axila, pero no podía hacer más de tres meses. 
Para julio lo había atacado el paludismo y el doctor del obraje le había dado quinina y le había puesto el termómetro. Y ahí, en esa misma axila, no había nada. Luego, cuidadoso, el hombre se revisó bajo el otro brazo. Las yacuaregazú suelen andar en yunta y no hubiese sido nada raro que la pareja morase en la axila restante.
Sintió la boca seca y los lóbulos de las orejas le latían como dos pequeños corazones. El veneno de la yacuaregazú es espeso como una melaza, lento por lo tanto, inapelable.Sus efectos se empiezan a sentir más nítidamente a la sombra o después de los días patrios.
—Carajo —dijo el hombre. 
Se arrastró bajo un gigantesco tipá rosado y apoyó la recia espalda sobre el tronco del árbol. Miró hacia lo alto, hacia la imponente catedral de vegetación.
Le parecía paradójico venir a morir en aquel lugar. Él, justamente él, nacido en esa espesura, hachero, mensú por horas y cazador de monos. Justamente él que, en el obraje, ya había llenado los papeles, bajo la vigilante mirada del mister, para irse a trabajar a Kuwait como operario no especializado.
La bruma propia de Misiones se estaba ya entibiando, cuando el hombre vio llegar a Edema y Catilo por la picada. A Edema también le gustaba servir facturas de yacaré con el mate cocido. Le pegaba al animal en la cabeza con una barreta de acero robada en el ferrocarril hasta que le reventaba los sesos, lo espolvoreaba con harina y lo metía al horno cubierto de pasas de uva. 
Solían comer de esas facturas, acompañadas de chipá, durante semanas, tan duras eran. Venían de la mano, como dos criaturas, pero en sus ojos se leía la premura y la preocupación.
El hombre sólo se había alimentado con unos hongos amarillentos que encontró en torno al tipá rosado y también había engullido una docena de tucuruces, o bichos de luz, lo que le había dado una cierta energía para rebatir el avance del veneno, y un extraño brillo a la mirada de sus ojos.
—¿Qué te pasó, hermano? —se acuclilló Catilo junto al hombre. 
Catilo también era hábil para cocinar el yacaré, aunque lo hacía a la manera brasileña, envuelto en una pañoleta y con mermelada de canela.
—Una yacuaregazú.
—¿Dónde? 
A veces, a falta de mermelada de canela, le ponía gas oil, pero no sabía igual.El hombre levantó el brazo derecho y mostró la picadura a Catilo. Para mover con más libertad el brazo, hinchado ya del grosor de una sandía, el hombre se había cortado la manga de la camisa de un machetazo. 
La fiebre o la torpeza de su mano izquierda habían tornado imperfecto el tajo y el filo del machete se había llevado la manga, una rebanada de codo y dos dedos de la mano derecha, uno de los cuales, el anular, descansaba en el suelo a casi un metro del hombre como señalando algún peligro oculto en la imprevisible maleza. 
El otro, el meñique, era llevado dificultosamente por una multitud de hormigas coloradas, selva adentro.
—Esto es picadura de mbemberé, hermano —dictaminó Catilo.— 
La mbemberé es una araña peluda, del tamaño de una rata y se la llama también araña saltona o rata arañada.
Catilo, y el hombre mismo, la habían visto más de una vez saltar hasta tres metros de largo para vadear arroyos o brincar al lomo de un caballo para arrearse toda una tropilla y pasarla alParaguay.
—Yacuaregazú, te digo.
—¿La viste?
—Medio de reojo, mientras caía.
—¿Cómo era?
—Negra en el lomo. Manos blancas. Pelo cortón, arriba.
—Mbemberé, hermano.El hombre manoteó el machete. Le molestaba que lo contradijeran y más en las ocasiones en que estaba en los umbrales mismos de la muerte.
—Si es mbemberé no es nada —Insistió Catilo.— Te poneés malo un par de días pero después se pasa. 
—Andá a verlo al doctor... Andá a verlo al doctor y preguntale —dijo el hombre.
—También pudo ser oso hormiguero, hermano.
—Lo hubiera visto. Andá a buscar al doctor, me estoy muriendo.
—O pato sirirí. Si es sirirí es más jodido.
—Decile que no puedo casi respirar y que me han aparecido ronchas en la lengua.
—¿Te fijaste bien? ¿No puede haber sido pacú reló, hermano? Hay mucho pacú reló en esta época.
—Decile que traiga alcanfor y de esas pastillas azules.
Catilo tomó de la mano a Edema y se fueron corriendo por la picada. Había veces, también, en que Edema fritaba el yacaré en forma de dados, pero había dejado de hacerlo desde la vez en que el hombre juntó los dados e insistió en jugar por dinero.Cuando se halló de nuevo solo, el hombre pensó que hacía mucho que no veía a su tío Everaldo, que tenía que ajustar los alambres del gallinero con hilo chanchero y que si no despejaba hacia el Norte, para el atardecer tendrían lluvia.
—Si es curupí pelado, no cuenta el cuento.
El doctor meneó la cabeza con desaliento tras escuchar las palabras de Catilo y luego había vuelto a mirar fijamente dentro de la boca del pecarí de collar.
—No fue curupí. Fue mbemberé —dijo Catilo.
—¿Lomo negro y pelo cortón arriba? —musitó el doctor.
—Puede ser nutria, también.
El doctor Gomulka sabía mucho del tema. Había venido al país en el 38, mezclado con la inmigración siriolibanesa, expulsado de su Polonia natal por el temor a las guerras y a los esperantistas. Y había ido a Ipuberá por tres días, atraído por la fama de los carnavales misioneros. 
Diez años se había quedado allí por causas que nunca se aclararon muy bien. En la cárcel aprendió su profesión, veterinario. Luego, ya libre, había seguido la especialización en Foz de Iguazú hasta alcanzar el título de veterinario odontólogo.
—Tiene que venir pronto —urgió Catilo.
—Está muy malo.
—Ahora no puedo, amigo. Estoy con un tratamiento de conducto.
—Está muy malo.
—Si es yacuaregazú— el doctor siguió atisbando dentro de la boca del pecarí no hay remedio. Corte dos ramas de abaribay y hágale una cruz en la cabecera. Pero si ha sido mbemberé, curupí pelado, nutria u oso hormiguero, por ahí estamos a tiempo. Hágale un torniquete bien ajustado que yo ya voy. R. Antes de salir de la casa del doctor, Catilo quiso asegurarse.
—¿Cuándo viene usted?
—Apenas termine.
Catilo miró el pecarí de collar y vio los ojitos del chancho salvaje, levemente desorbitados, contemplándolo. La anestesia ni siquiera había empezado a causarle efecto. Catilo tomó de la mano a Edema y volvieron a meterse en la selva.
El doctor Gomulka estaba en mitad de la picada cuando se largó a llover. Esa lluvia deMisiones, donde el agua, en forma de pequeñas gotas, se abate desde las nubes hacia la tierra.
En ocasiones, era tal el calor acumulado en la tierra colorada que las gotas de lluvia no llegaban a tocarla. A un metro, un metro y medio del suelo, se evaporaban al entrar en contacto con el tufo hirviente que se levantaba desde el piso. Los primeros años, el doctor Gomulka se sorprendía al ver esa gente empapada desde la cabeza hasta la cintura, y desde allí hacia abajo, impecables. 
No estaba habituado el doctor a ese nuevo mundo de contrastes, él, originario de una Polonia inmutable donde el mayor contraste climático que podía recordar era el de un día, en Poznan, donde a la mañana llovió y a la tarde estuvo nublado. Pero no era momento para quedarse contemplando la lluvia, y a poco de andar por la picada, el doctor dio con el claro donde se hallaban el hombre, Catilo y Edema. 
A los ojos del yacaré, Edema los sumergía en yema de huevo, los empanaba y les daba un golpe de horno. Conseguía así unos bocaditos que el hombre se llevaba al monte o bien los chicos más pequeños disparaban contra los siriríes, los vencejos o los surubíes flecudos. Catilo se hallaba hincado junto al hombre. 
El doctor advirtió un rictus amargo en la cara del hachero. Edema había vuelto a poner el yacaré sobre su hombro y aparentaba estar esperando una orden para reanudar la marcha.
—Se murió —dijo Catilo.— 
El doctor no contestó nada, pero se acercó al hombre. 
Este se hallaba aún recostado contra el tronco del tipá rosado y podría decirse que su expresión era de paz a pesar de la lengua amoratada totalmente fuera de la boca, sus ojos casi expulsados de las órbitas y un rictus horroroso en el rostro cetrino. El doctor prefirió contemplar la picadura, bajo el brazo.
—Carcará —musitó. 
Luego meneó la cabeza, confundido.
—Esto no mata a nadie. El carcará es un insecto crisálido no mayor que un grano de maíz tierno. Vive entre el estiércol de los porcinos y el sonido que produce al frotar sus alas posteriores es casi inaudible a menos que se introduzca en el oído de alguien, cosa poco probable.
El doctor encaró a Catilo.
—Cuando ustedes llegaron... ¿Vivía?
—Sí señor.
—¿Y, entonces?
—No soportó el remedio. Le hice el torniquete, como usted me dijo.
-Para parar la hemorragia. En el brazo.
—No —dijo Catilo. Si la picadura hubiese sido en la mano, le hacía el torniquete en el brazo. Pero fue en el sobaco. Le hice el torniquete en el cuello. 
El doctor observó de nuevo al hombre. Pudo ver entonces, entre los pliegues de la gordura de su cuello, el relumbrón acerado del alambre.
—"Gente bruta" —pensó. "Con alambre".
Y se volvió para su casa.
Catilo tomó de la mano a Edema y la ayudó a cargar el yacaré hasta más allá de Aguarimbé.

jueves, 14 de marzo de 2013

El arte de la impostura, de Alejandro Dolina


El arte de la impostura
de "Crónicas del Angel Gris", por Alejandro Dolina. Ilustración de Carlos Nine.

Ilustracion de Carlos Nine
    El hombre de nuestros días vive tratando de causar buena impresión. Su principal desvelo es la aprobación ajena. Para lograrla existen diferentes métodos y estrategias.
    Algunos ejercen la inteligencia, otros se deciden por la tenacidad o la belleza, otros cultivan la santidad o el coraje.
    Sin embargo, por ser todas estas virtudes muy difíciles de cumplir, ciertos pícaros se limitan a fingirlas.
    Por cierto que tampoco esto es sencillo: el engaño es una disciplina que exige atenciones y cuidados permanentes.
    Por suerte para los hipócritas y simuladores, existe desde hace mucho tiempo el Servicio de Ayuda al Impostor.

     Basándose en modernos criterios científicos, los especialistas de la organización instruyen, aconsejan, dictan clases, resuelven casos particulares y difunden las técnicas más refinadas para obtener apariencias provechosas.
    Cuando algún zaparrastroso quiere presumir de elegante, el Servicio le recomienda sastres, lociones y corbatas.
    Si se trata de aparentar cultura, el cliente tiene a su disposición frases hechas, aforismos brillantes y gestos de suficiencia.
    Los que pretenden pasar por guapos son adiestrados en el arte del aplomo y la compadrada.
    Muchos pobres practican para fingirse ricos, y muchos ricos se esfuerzan por parecer indigentes.
    Hay que decir que algunos postulantes son muy adoquines y no alcanzan a completar los cursos. Otros tienen características tan marcadas que resulta imposible disimularlas.
    Durante muchos años, los hipócritas aplazados debieron resignarse a mostrar crudamente sus verdaderas y abominables condiciones, o bien a ser descubiertos en sus torpes fraudes. Pero con el tiempo, el Servicio encontró una fórmula drástica para socorrer a los menos favorecidos. Así nació el reemplazo liso y llano como recurso extremo.
    Imaginemos a un morocho tratando infructuosamente de ingresar en un selecto club nocturno. El hombre fracasa con las tinturas y el maquillaje.
    Inmediatamente el servicio designa a un rubio cabal en su reemplazo. El impostor entra sin problemas a la milonga y en nombre del morocho rechazado baila y se divierte toda la noche.
    Los ejemplos son innumerables: estudiantes mediocres que se hacen reemplazar en los exámenes; enamorados tímidos que -como Cyrano de Bergerac- mandan en su lugar a un picaflor; empleados capaces que para lograr un ascenso envían a un chupamedias y personas hartas de su familia que se hacen substituir en los cumpleaños.
    El Servicio de Ayuda al Impostor ha ido perfeccionando la tecnología del reemplazo con disfraces impecables. Se sospecha que hoy en día, la mayoría de las personas que uno trata son en realidad agentes de la organización. Nuestros amigos, nuestras novias, nuestros gobernantes y nuestros cuñados pueden haber sido reemplazados por impostores profesionales. Tal vez yo mismo estoy fingiendo escribir estas minucias a nombre y beneficio de un cliente llamado Dolina. Tal vez usted, que finge leerme, esté reemplazando a alguien que no se atreve a confesar que los mitos de Flores lo tienen harto.

    II  Los gobiernos, lo mismo que las personas particulares, viven preocupados por la opinión de los de afuera. Continuamente sugieren a la población la necesidad de mejorar lo que se llama imagen exterior.
    Para lograrlo se promueve la difusión de nuestros aspectos más brillantes. Cuando nos visitan los extranjeros, se les muestran nuestros rincones más presentables, se les hace comer una empanada y se les obliga a escuchar a la orquesta de Osvaldo Pugliese.
    La exaltación de nuestros méritos va casi siempre acompañada de un cuidadoso disimulo de nuestros defectos. Además, en tren de aparentar y a falta de extranjeros, se suele hacer bandera ante los propios criollos.
    Con toda insistencia se señala que los médicos argentinos son los mejores del mundo, para no mencionar a los enfermos. Si se produce algún desperfecto en una transmisión internacional, los locutores se apresuran a aclarar que el jarabe se ha originado en el satélite alemán, con lo cual nos quedamos todos tranquilos.
    La actitud temerosa del juicio ajeno es proverbial en el periodismo. Hace poco una cronista aprovechó su paso por Roma para consultar a los transeúntes italianos acerca de nuestra nueva situación institucional. Los televidentes recibieron varias reflexiones, expresadas en cocoliche que, en general, nos perdonaban la vida. Al final de la encuesta, la cronista no podía ocultar su satisfacción. Habíamos pasado la difícil prueba de agradar a los heladeros de la Vía Marguta.
    No estaría mal recurrir al Servicio de Ayuda al Impostor para perfeccionar nuestras representaciones ante los extraños.
    La solvencia de la organización nos permitiría aparentar cualquier cosa: que tenemos 100 millones de habitantes, que somos prósperos, que somos poderosos. Se podrían editar censos adulterados y mapas fraudulentos que nos muestren en el doble de nuestra extensión.
    Manuel Mandeb recomendó alguna vez la conveniencia de fingirnos el Japón, para desconcertar a nuestros enemigos. El pensador de Flores proponía que todos nos estiráramos los ojos con los dedos y habláramos pronunciando las erres como eles.
    Aquí se nos viene encima una duda: ¿no será que otros países ya nos están engañando? La mentada potencia norteamericana puede ser nada más que una ficción creada por los impostores del norte. A lo mejor, Suecia es un país tropical, pero lo disimula. Quizá la Unión Soviética es una pequeña república del Africa y Luxemburgo es en verdad el mayor país del mundo.
    En todo caso, antes de encarar cualquier acción para mejorar nuestra imagen externa es indispensable decidir cuál es la sensación que se quiere dejar. Si dispersamos nuestros esfuerzos en simulaciones diferentes e inconexas, los resultados habrán de ser más bien confusos. Dígasenos de una vez qué fingiremos ser: ¿una nación apacible? ¿una nación encrespada? ¿una nación limpia? ¿una nación angloparlante?
    Los tratadistas reconocen tres tipos de impostura: horizontal, ascendente y descendente. La última consiste en mostrarse peor de lo que se es. Y no faltan economistas que postulan este camino para despertar la conmiseración internacional.

    III Los teóricos más barrocos del Servicio creen que la impostura es un arte. Y más aún: afirman que todo arte es una impostura. Cien gramos de pinturas al aceite se nos aparecen como un rostro misterioso o como un paisaje lunar. Quinientos kilos de bronce pretenden ser el cuerpo de Hércules. Una curiosa combinación de tintas y papeles es presentada como el alma de un hombre atormentado.
    Solamente la música está libre de simulaciones. Un acorde en mi menor es precisamente eso y no pretende ser nada más.
    Los teóricos también han defendido el carácter ético de la impostura ascendente. El argumento principal no es muy novedoso: de tanto aparentar bondad, uno acaba por ser bueno.
    Faltan en esta monografía datos concretos que permitan al lector la contratación del Servicio.
    Lamentablemente, no es posible ofrecerlos.
    Para empezar, nadie sabe cuál es la ubicación de la entidad. A veces, el local asume el aspecto de un almacén. Otras veces, se aparece como un copetín al paso, o como una estación de ferrocarril. Los impostores son siempre consecuentes con sus representaciones y por más que uno les plantee sus necesidades, insisten en vender garbanzos, servir una ginebra o despachar un boleto de ida y vuelta a Caseros.
    Es cierto que a menudo aparecen impostores ofreciendo sus servicios. Pero la organización ya ha advertido al público que se trata en realidad de falsos impostores que deben ser denunciados a la policía.

    IV  Vaya uno a saber cuántos ridículos firuletes habremos hecho los criollos para agradar a los polacos y coreanos.
    ¿Estaremos bien? ¿No seremos una nación fuera de lugar? ¿Qué pensarán de nosotros estos visitantes holandeses? ¿Le ha gustado nuestra autopista, señor Smith? ¡Cuidado, disimulen que ahí viene un francés! ¿No estaremos desentonando en el concierto internacional?
    Yo creo que tal vez no importa desentonar en un concierto que parece dirigido por Mandinga.
    Vale la pena intentar el camino difícil, el más penoso, el más largo pero también el más seguro. Es el camino de la verdad. El que quiera parecer honrado, que lo sea. El que quiera fama de valiente, que se la gane a fuerza de guapeza.
    Y si queremos que el mundo piense que somos una gran nación, sepamos que lo más conveniente es ser de veras una gran nación.
    Mientras llegan esos tiempos, podríamos empezar a fingir que no fingimos.

http://www.literatura.org/Dolina/arte_impostura.html

Claus el grande y Claus el pequeño, de Christian Andersen


Claus el grande y Claus el chico

En un pueblo vivían dos hombres que tenían el mismo nombre. Ambos se llamaban Claus, pero el uno tenía cuatro caballos y el otro no tenía más que uno; para distinguirlos, pues, se llamaba al primero Claus el grande y al otro Claus el chico.
Veréis ahora lo que sucedió a los dos. Es una historia verdadera.
Durante la semana, Claus el chico tenía que labrar la tierra de Claus el grande y pr4estarle su único caballo; en cambio Claus el grande le ayudaba con sus cuatro caballos, pero solo una vez a la semana, los domingos. Y cómo Claus el chico hacía chasquear su látigo los domingos por encima de los cinco caballos. Aquel día eran como suyos. El sol brillaba magníficamente. Las campanas llamaban al pueblo a la iglesia; hombres y mujeres vestidos con sus mejores trajes, pasaban delante de Claus el chico que labraba la tierra con aspecto alegre, haciendo chasquear su látigo y diciendo:
-¡Hala, caballos míos!
-No debes decir esto, -decía Claus el grande, porque tuyo no es más que uno.
-¡Hala, caballos míos!

-Por última vez, -le dijo Claus el grande, -no repitas más esas palabras. Si lo vuelves a decir le pego tal golpe en la cabeza a tu caballo que le dejo muerto en el acto.
-No lo diré más, -repuso Claus el chico, pero en cuanto pasó más gente que le saludó amigablemente con la cabeza, se puso tan contento y orgulloso de poder labrar su campo con cinco caballos que hizo chasquear su látigo, gritando:
-¡Hala caballos míos!
-Yo te enseñaré eso de ¡hala! Caballos tuyos, -dijo Claus el grande, -y agarrando una maza pegó un golpe tan fuerte en la cabeza del caballo de Claus el chico, que le derribó muerto en el acto.
Su amo comenzó a llorar y a lamentarse:
-¡Ay, ya no tengo caballo ninguno! –decía.
Después desolló al animal muerto, secó la piel al viento, la metió en un saco que se echó a las espaldas y se fue al pueblo a venderla.
El camino era largo y tuvo que pasar por un gran bosque oscuro: hacía un tiempo espantoso. Claus el chico se extravió, y antes que pudo encontrar el camino, llegó la noche; era imposible llegar a la ciudad o volver a casa.
Cerca del camino había una gran granja y aunque las maderas de las ventanas estaban cerradas, se veía brillar la luz.” Acaso me permitan pasar aquí la noche”, -pensó y llamó a la puerta. La mujer le abrió; pero cuando supo lo que quería, le dijo que continuara su camino, que su marido había salido y que ella no recibía a extraños.
-Sea, me acostaré fuera, -respondió, - Y la mujer cerró la puerta.
Cerca de la casa había un pajar con el techo en forma de cabaña lleno de heno.
-Me acostaré aquí, -dijo Claus el chico. Es una excelente cama y no hay más peligro que el que la cigüeña me pique las piernas.
Sobre el techo, donde tenía su nido, había una cigüeña.
Trepó al pajar y se acostó en él, revolviéndose muchas veces para tomar una postura cómoda. Las maderas de las ventanas de la casa no cerraban bien, y pudo ver lo que pasaba en la habitación. Veía allí puesta una gran mesa adornada con un asado, un rico pescado y botellas de vino. La campesina y el sacristán estaban en la mesa y nadie más.
Ella le echaba vino y él se regalaba con el pescado que le agradaba mucho.
-¡Quién pudiera compartir con ellos! –dijo Claus el chico, y alargó la cabeza para ver mejor. -¡Caramba!¡Qué pastel tan delicioso! ¡Gran Dios, qué festín!
De pronto, un hombre a caballo llegó a la casa; era el marido de la campesina que regresaba.
-Era un hombre excelente, pero tenía una debilidad extraña: no podía ver a un sacristán; si por casualidad encontraba uno se ponía furioso. Por eso el sacristán había aprovechado la ocasión para hacer una visita a la mujer y darla los buenos días mientras el marido estaba ausente, y la buena mujer, para hacerle los honores, le estaba sirviendo una deliciosa cena. Para evitar disgustos, cuando sintió que su marido venía, rogó a su convidado que se ocultara en un gran cofre vacío, que estaba en un rincón, lo cual hizo él de muy buena gana, puesto que sabía que el pobre hombre no podía ver a un sacristán. Enseguida la mujer encerró la magnífica comida y el vino en el horno, porque si su marido lo hubiera visto, seguramente hubiera preguntado qué significaba esto.
-¡Qué lástima! –repuso Claus el chico, viendo desde el pajar desaparecer la comida.
-¿Hay alguien ahí arriba? –preguntó el campesino volviéndose y viendo a Claus el chico.
-¿Por qué te acuestas ahí? Baja pronto y entra en la casa.
-Claus el chico le contó cómo se había extraviado y le pidió hospitalidad por aquella noche.
-Con mucho gusto, -respondió el campesino, -pero comamos primero un poco.
-La mujer recibió a los dos amabilidad, preparó de nuevo la mesa y sirvió un gran plato de arroz. El campesino, que tenía hambre, comió con buen apetito: pero Claus el chico pensaba en el delicioso asado, en el pastel y en el pescado escondidos en el horno.
-Había echado bajo la mesa el saco que contenía la piel de caballo, ya sabemos que para venderla en la ciudad se había puesto en camino. Como no le acababa de gustar el arroz, daba pisotones al saco e hizo rechinar la piel seca.
-¡Chist! –dijo a su saco; pero en el mismo momento le hizo rechinar más fuerte.
-¿Qué tienes en el saco? –le preguntó el campesino.
-Un hechicero, -respondió Claus; -no quiere que comamos arroz y dice que por un efecto de su magia hay en el horno un asado, un pescado y un pastel.
-Eso no es posible,-dijo el campesino, abriendo enseguida el horno, y descubrió en él los soberbios manjares que su mujer había ocultado y creyó que el hechicero había hecho este prodigio. La mujer no se atrevió a decir nada, sino colocó los manjares sobre la mesa y ellos se pusieron a comer pescado, asado y pastel.
Claus hizo de nuevo rechinar su piel.
-¿Qué dice ahora? -preguntó el campesino.
-Dice que ha hecho poner para nosotros tres botellas de vino, que también están en el horno.
Y la mujer tuvo que servirles el vino que había escondido, y su marido se puso a beber alegrándose cada vez más. De buena gana hubiera querido tener un hechicero semejante al que tenía en el saco Claus el chico.
-¿Podrá enseñarme también al diablo? - preguntó el campesino, - quisiera verle ahora que estoy alegre.
-Sí, - dijo Claus, - mi hechicero puede todo lo que le mando.
- ¡Eh!, tú, ¿no es verdad? - preguntó e hizo rechinar el saco.
- ¿Oyes? ¡Dice que sí! Pero el diablo es muy feo, no merece la pena verle.
- ¡Oh! ¡No tengo miedo! ¿Qué facha tendrá?
- Se aparecerá delante de nosotros bajo la forma de un sacristán.
-¡Uf! ¡Qué feo! Es menester que sepáis que no puedo soportar la vista de un sacristán. Pero no importa, como sé que es el diablo tendré valor. Sólo que no se me aproxime.
- ¡Pon atención!- dijo Claus, - voy a interrogar a mi mago, - y acercó su oído al saco...
- ¿Qué dice?
- Dice que os acerquéis a ese gran cofre que está ahí en ese rincón, que lo abráis y veréis al diablo, pero es necesario sostener bien la tapa para que el malvado no se escape.
- ¿Queréis ayudarme a sostenerla? - preguntó el campesino acercándose al cofre donde la mujer había ocultado al verdadero sacristán que daba diente con diente de miedo.
El campesino levantó un poco la tapa.
- ¡Uf! - gritó dando un salto atrás. - ya le he visto. Se parece todo al sacristán de nuestra iglesia; ¡es horrible!
Enseguida se pusieron a beber hasta muy avanzada la noche.
- Véndeme tu hechicero, - dijo el campesino, -pide por el todo lo que quieras, una bolsa de monedas de plata te doy por él.
- No puedo, - respondió Claus el chico, - piensa en lo útil que me es este hechicero.
- Sin embargo, tendría tanto gusto en tenerlo...- dijo el campesino insistiendo.
- Sea. - dijo por fin Claus el chico, - pues que has sido tan bueno y me has dado hospitalidad te cederé el hechicero por una fanega de monedas de plata: pero me la has de dar bien medida.
-Quedarás satisfecho: - dijo el campesino -, sólo te ruego que te lleves el cofre; no quiero que esté ni una hora más en mi casa. ¡Quizá el diablo esté en él todavía!
Con esto, Claus el chico dio al campesino su saco con la piel seca, recibiendo en cambio una fanega de plata. Además le regaló un gran carretón para transportar la plata y el cofre.
- Adiós, - dijo: - y se alejó; llevándose el dinero y el cofre en que estaba todavía encerrado el pobre sacristán.
Al otro lado del bosque había un río muy grande y profundo, el agua tenía tal fuerza, que casi era imposible nadar contra la corriente. Habían construido un puente para atravesar el río. Parose Claus en este puente y dijo en alta voz para que el sacristán lo oyese.
-¿Qué haré de este dichoso cofre? Pesa como si estuviese lleno de piedras. Ya estoy cansado de llevarle, lo mejor será que le eche al río. Si el agua le lleva a mi casa, tanto mejor, pero si no tampoco me importa mucho.
Enseguida levantó el cofre con una mano como si quisiera tirarle al agua.
- ¡Espera, espera! - gritó el sacristán desde el cofre. -¡ Déjame salir primero!
- ¡Oh! - gritó Claus el chico, fingiendo asustarse, ¡el diablo está aun en él! ¡Al río, para que se ahogue!
-¡ No, no! - gritó el sacristán -, no lo hagas y te daré una fanega de plata.
- Eso es diferente -, respondió Claus el chico abriendo el cofre.
El sacristán salió inmediatamente, echó el cofre vacío al agua y volvió a su casa para dar a Claus el chico la fanega de plata.
Con lo que le había dado ya el campesino, tenía el carretón lleno de dinero.
- No me han pagado mal el caballo, - se dijo
-Una vez en su casa y en su habitación, amontonó en el suelo todas las monedas.
- Claus el grande rabiará cuando sepa toda la riqueza que mi único caballo me ha producido, sin embargo no le diré toda la verdad.
Enseguida envió a un muchacho a casa de Claus el grande a rogarle que le prestara una fanega vacía.
-¿Qué quiere hacer? - Pensó Claus el grande.
Y bañó el fondeo de pegamento a fin de que se quedase alguna cosa adherida. Cuando le devolvieron la medida se encontró con que había pegadas tres grandes monedas nuevas de plata.
-¿Qué es esto?- Exclamó, y corrió inmediatamente a casa de Claus el chico.
-¿De dónde tienes tú todo ese dinero?
- De mi piel de caballo, que la vendí ayer tarde.
- ¡Te la han pagado bien! - Contestó Claus el grande.
Volvió a su casa muy deprisa, cogió un hacha, mató sus cuatro caballos. Luego los desolló y llevó las pieles a la ciudad.
-¡Pieles!,¡pieles!¿Quién quiere comprar pieles? -Gritó por todas las calles.
Los zapateros y curtidores acudieron a él para preguntarle el precio.
-Una fanega de plata por cada una, - respondió Claus el grande.
-¿Estás loco?, ¿piensas que tenemos la plata por fanegas?
-¡Pieles!, ¡pieles!- continuó, -¿quién quiere comprar pieles?
Y cuando alguno preguntaba su precio:
- Una fanega de plata por cada una, - respondía.
-¡Quiere burlarse de nosotros! - Exclamaron todos al fin, y cogiendo los zapateros sus tirapiés y los curtidores sus delantales, comenzaron a zurrar a Claus el grande.
-¡Pieles!, ¡pieles!- gritaban burlándose de él, - ¡ya te arreglaremos la piel y te la pondremos verde y azul! ¡Fuera de la ciudad!
Y Claus el grande tuvo que huir a toda prisa.
Nunca le habían zurrado tan perfectamente.
- Bueno, -dijo, una vez que entró en su casa: Claus el chico que tiene la culpa de todo esto, me lo pagará. ¡ Le mato!
Y en cuanto entró en su casa, cogió un saco grande y fue a la de Claus el chico y le dijo: -Por segunda vez te has burlado de mí. Primero maté mis cuatro caballos, luego a mi abuela; ¡tú eres la causa de todo el mal, pero no me volverás a engañar!
Y agarrando a Claus el chico por medio del cuerpo, le metió en el saco y se lo echó al hombro, diciendo:
- ¡Te voy a ahogar!
El camino hasta el río era largo, y Claus el chico carga pesada. En el camino el asesino llegó a una taberna, donde entró para tomar un refresco, dejando el saco detrás de la puerta, pensando que Claus el chico no se podría escapar.
- ¡Ay!, ¡ay! - suspiró Claus el chico en el saco, volviéndose y revolviéndose, pero sin poder desatar la cuerda que le cerraba.
En aquel momento pasó por allí un viejo pastor con el pelo blanco y un cayado, llevando delante una manada de vacas y toros; dieron contra el saco en que estaba Claus el chico y lo tiraron.
-¡Ay, pobre de mí!, - suspiró Claus el chico, - ¡tan joven y ya entrar en el Paraíso!
-¡Y yo pobre de mí!-Dijo el pastor, - tan viejo y aun no puedo llegar a él.
-¡Abre el saco! - Exclamó Claus el chico y ponte en mi lugar; pronto estarás en el Paraíso!
-¡Con mucho gusto! - Dijo el viejo pastor abriendo el saco y dejando salir de él a Claus el chico.
-¿Pero querrás guardar mi rebaño? - Dijo el viejo y entró en el saco que Claus el chico cerró y se marchó llevándose todo el rebaño.
Algunos momentos después Claus el grande salió de la taberna y se echó el saco a la espalda. Le pareció más ligero, porque el viejo pastor pesaba la mitad de lo que Claus el chico.
-¡Es el vino que me ha dado fuerzas! - Dijo. Y cuando llegó al río arrojó al pastor a él, y dijo, creyendo que era Claus el pequeño:
-¡Ahora no te burlarás más de mí!
Luego tomó el camino de su casa; pero al llegar a la encrucijada se halló con Claus el chico que llevaba delante de sí todo el rebaño.
-¿Qué es eso? - Exclamó Claus el grande, -¿ no te he ahogado?
-¡Sí, me tiraste al río hace media hora!
-¿Pero de dónde te ha venido ese magnífico rebaño?
-¡Son vacas del mar!, - dijo Claus el chico. - Voy a contarte todo lo que ha pasado, después de darte las gracias por haberme tirado al río, porque ahora soy rico para siempre, créemelo ¡Encerrado en el saco tenía tanto miedo! El viento me silbaba en los oídos cuando me echaste al agua fría. Fui inmediatamente al fondo pero sin hacerme daño, pues hay una hierba larga y muy suave. En breve se abrió el saco, y una preciosa joven vestida de blanco con una corona de hojas verdes en la cabeza, me cogió de la mano y me dijo:
- Por fin llegaste, mi querido Claus el chico; por lo tanto toma este ganado. Una legua más allá hay otro tanto, que te regalo igualmente.
Comprendí entonces que el río es para el pueblo de la mar un gran camino real. ¡Que hermoso estaba esto, cuantas flores y qué campos de verdura se veían allí! Sentía a los peces nadar alrededor de mi cabeza, como aquí los pájaros vuelan por el aire. La gente qué guapa y el ganado que pacía ¡qué hermoso¡
-¿Pero por qué te has vuelto tan pronto? _ Preguntó Claus el grande, - yo no lo hubiera hecho si es verdad que allá abajo todo es tan hermoso.
- Precisamente ahí he demostrado mi talento. ¿No has oído que la joven había dicho que una legua más allá había otro tanto ganado. Pues bien, emprendí camino, pero como rodea mucho, me he subido para ir por tierra derechamente al sitio donde está el ganado, con eso me ahorro la mitad del camino.
-¡Qué afortunado eres! - Dijo Claus el grande -¿Crees tú que también tendría yo un rebaño de vacas si bajase al fondo del río?
-¡Ya lo creo!- Dijo Claus el chico, - pero yo no podré llevarte en el saco hasta allí, porque pesas demasiado; pero si quieres ir y después encerrarte en el saco, yo te echaré con el mayor placer.
-¡Muchísimas gracias! -Dijo Claus el grande: - pero si no vuelvo con un rebaño de vacas de la mar, te daré una buena paliza
-¡Oh, no seas tan malo! - replicó Claus el chico, y se pusieron en camino.
Cuando las vacas, que tenían sed, vieron el agua escaparon a correr para beberla.
-¡Mira cómo escapan! - Dijo Claus el chico, - les falta tiempo para volverse al fondo.
-Ya va, -dijo Claus el chico; sin embargo, metió una enorme piedra en el saco, lo ató y lo tiró al agua.
¡Plum!, hete aquí que Claus el grande cayó al río y fue al fondo instantáneamente.
-¡Temo, que después de todo no encontrará el ganado!- Dijo Claus el chico y se volvió a su casa con lo que tenía.
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miércoles, 13 de marzo de 2013

Canto 9 de la Odisea de Homero


texto extraído de http://es.wikisource.org/wiki/Odisea:_Canto_IX

1 Respondióle el ingenioso Odiseo: —¡Rey Alcínoo, el más esclarecido de todos los ciudadanos! En verdad que es linda cosa oír a un aedo como este, cuya voz se asemeja a la de un numen. No creo que haya cosa tan agradable como ver que la alegría reina en todo el pueblo y que los convidados, sentados ordenadamente en el palacio ante las mesas, abastecidas de pan y de carnes, escuchan al aedo, mientras el escanciador saca vino de la cratera y lo va echando en las copas. Tal espectáculo me parece bellísimo. Pero te movió el ánimo a desear que te cuente mis luctuosas desdichas, para que llore aún más y prorrumpa en gemidos. ¿Cuál cosa relataré en primer término, cuál en último lugar, siendo tantos los infortunios que me enviaron los celestiales dioses? Lo primero, quiero deciros mi nombre para que lo sepáis, y en adelante, después que me haya librado del día cruel, sea yo vuestro huésped, a pesar de vivir en una casa que esta muy lejos. Soy Odiseo Laertíada, tan conocido de los hombres por mis astucias de toda clase; y mi gloria llega hasta el cielo. Habito en Itaca que se ve a distancia: en ella está el monte Nérito, frondoso y espléndido, y en contorno hay muchas islas cercanas entre sí, como Duliquio, Same y la selvosa Zacinto. Itaca no se eleva mucho sobre el mar, está situada la más remota hacia el Occidente -las restantes, algo apartadas, se inclinan hacia el Oriente y el Mediodía- es áspera, pero buena criadora de mancebos, y yo no puedo hallar cosa alguna que sea más dulce que mi patria. Calipso, la divina entre las deidades, me detuvo allá, en huecas grutas, anhelando que fuese su esposo; y de la misma suerte la dolosa Circe de Eea me acogió anteriormente en su palacio, deseando también tomarme por marido; ni aquélla ni ésta consiguieron infundir convicción a mi ánimo. No hay cosa más dulce que la patria y los padres, aunque se habite en una casa opulenta, pero lejana, en país extraño, apartada de aquellos. Pero voy a contarte mi vuelta, llena de trabajos, la cual me ordenó Zeus desde que salí de Troya.

39 Habiendo partido de Ilión, llevóme el viento al país de los cícones, a Ismaro: entré a saco la ciudad, maté a sus hombres y, tomando las mujeres y las abundantes riquezas, nos lo repartimos todo para que nadie se fuera sin su parte de botín. Exhorté a mi gente a que nos retiráramos con pie ligero, y los muy simples no se dejaron persuadir. Bebieron mucho vino y, mientras degollaban en la playa gran número de ovejas y de flexípedes bueyes de retorcidos cuernos, los cícones fueron a llamar a otros cícones vecinos suyos; los cuales eran más en número y más fuertes, habitaban el interior del país y sabían pelear a caballo con los hombres y aun a pie donde fuese preciso. Vinieron por la mañana tantos, cuantas son las hojas y flores que en la primavera nacen; y ya se nos presentó a nosotros, ¡oh infelices! el funesto destino que nos había ordenado Zeus a fin de que padeciéramos multitud de males. Formáronse nos presentaron batalla junto a las veloces naves, y nos heríamos recíprocamente con las broncíneas lanzas. Mientras duró la mañana y fuese aumentando la luz del sagrado día, pudimos resistir su arremetida, aunque eran en superior número. Mas luego, cuando el sol se encaminó al ocaso, los cícones derrotaron a los aqueos, poniéndolos en fuga. Perecieron seis compañeros, de hermosas grebas, de cada embarcación, y los restantes nos libramos de la muerte y del destino.

62 Desde allí seguimos adelante con el corazón triste, escapando gustosos de la muerte aunque perdimos algunos compañeros. Mas no comenzaron a moverse los corvos bajeles hasta haber llamado tres veces a cada uno de los míseros compañeros que acabaron su vida en el llano, heridos por los cícones. Zeus, que amontona las nubes, suscitó contra los barcos el viento Bóreas y una tempestad deshecha cubrió de nubes la tierra y el ponto, y la noche cayó del cielo. Las naves iban de través, cabeceando, y el impetuoso viento rasgó las velas en tres o cuatro pedazos. Entonces las amainamos, pues temíamos nuestra perdición; y apresuradamente, a fuerza de remos, llevamos aquellas a tierra firme. Allí permanecimos constantemente echados dos días con sus noches, royéndonos el ánimo la fatiga y los pesares. Mas, al punto que Eos, de lindas trenzas, nos trajo el día tercero, izamos los mástiles, descogimos las blancas velas y nos sentamos en las naves, que eran conducidas por el viento y los pilotos. Y habría llegado incólume a la tierra patria, si la corriente de las olas y el Bóreas, que me desviaron al doblar el cabo de Malea no me hubieran obligado a vagar lejos de Citera.

82 Desde allí dañosos vientos lleváronme nueve días por el ponto, abundante en peces, y al décimo arribamos a la tierra de los lotófagos, que se alimentan con un florido manjar. Saltamos en tierra, hicimos aguada, y pronto los compañeros empezaron a comer junto a las veleras naves.

87 Y después que hubimos gustado los alimentos y la bebida, envié algunos compañeros -dos varones a quienes escogí e hice acompañar por un tercero que fue un heraldo- para que averiguaran cuáles hombres comían el pan en aquella tierra. Fuéronse pronto y juntáronse con los lotófagos, que no tramaron ciertamente la perdición de nuestros amigos; pero les dieron a comer loto, y cuantos probaron este fruto, dulce como la miel, ya no querían llevar noticias ni volverse; antes deseaban permanecer con los lotófagos, comiendo loto, sin acordarse de volver a la patria. Mas yo los llevé por fuerza a las cóncavas naves y, aunque lloraban, los arrastré e hice atar debajo de los bancos. Y mandé que los restantes fieles compañeros entrasen luego en las veloces embarcaciones: no fuera que alguno comiese loto y no pensara en la vuelta. Hiciéronlo en seguida y, sentándose por orden en los bancos, comenzaron a batir con los remos el espumoso mar.

105 Desde allí continuamos la navegación con ánimo afligido, y llegamos a la tierra de los ciclopes soberbios y sin ley; quienes, confiados en los dioses inmortales, no plantan árboles, ni labran los campos, sino que todo les nace sin semilla y sin arada -trigo, cebada y vides, que producen vino de unos grandes racimos- y se lo hace crecer la lluvia enviada por Zeus.

112 No tienen ágoras donde se reúnan para deliberar, ni leyes tampoco, sino que viven en las cumbres de los altos montes, dentro de excavadas cuevas; cada cual impera sobre sus hijos y mujeres y no se entrometen los unos con los otros.

116 Delante del puerto, no muy cercana ni a gran distancia tampoco de la región de los ciclopes, hay una isleta poblada de bosque, con una infinidad de cabras monteses, pues no las ahuyenta el paso de hombre alguno ni van allá los cazadores, que se fatigan recorriendo las selvas en las cumbres de las montañas. No se ven en ella ni rebaños ni labradíos, sino que el terreno está siempre sin sembrar y sin arar, carece de hombres, y cría bastantes cabras. Pues los ciclopes no tienen naves de rojas proas, ni poseen artífices que se las construyan de muchos bancos -como las que transportan mercancías a distintas poblaciones en los frecuentes viajes que los hombres efectúan por mar, yendo los unos en busca de los otros-, los cuales hubieran podido hacer que fuese muy poblada aquella isla, que no es mala y daría a su tiempo frutos de toda especie, porque tiene junto al espumoso mar prados húmedos y tiernos y allí la vid jamás se perdiera. La parte inferior es llana y labradera; y podrían segarse en la estación oportuna mieses altísimas por ser el suelo muy pingüe. Posee la isla un cómodo puerto, donde no se requieren amarras, ni es preciso echar ancoras, ni atar cuerdas; pues, en aportando allí, se está a salvo cuanto se quiere, hasta que el ánimo de los marineros les incita a partir y el viento sopla.

140 En lo alto del puerto mana una fuente de agua límpida, debajo de una cueva a cuyo alrededor han crecido álamos. Allá pues, nos llevaron las naves, y algún dios debió de guiarnos en aquella noche obscura en la que nada distinguíamos, pues la niebla era cerrada alrededor de los bajeles y la luna no brillaba en el cielo, que cubrían los nubarrones. Nadie vio con sus ojos la isla ni las ingentes olas que se quebraban en la tierra, hasta que las naves de muchos bancos hubieron abordado. Entonces amainamos todas las velas, saltamos a la orilla del mar y, entregándonos al sueño, aguardamos que amaneciera la divina Aurora.

152 No bien se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, anduvimos por la isla muy admirados. En esto las ninfas, prole de Zeus que lleva la égida, levantaron montaraces cabras para que comieran mis compañeros. Al instante tomamos de los bajeles los corvos arcos y los venablos de larga punta, nos distribuimos en tres grupos, tiramos, y muy presto una deidad nos facilitó abundante caza. Doce eran las naves que me seguían y a cada una le correspondieron nueve cabras, apartándose diez para mí solo. Y ya todo el día hasta la puesta del sol, estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino; que el rojo licor aun no faltaba en las naves, pues habíamos hecho gran provisión de ánforas al tomar la sagrada ciudad de los cícones. Estando allí echábamos la vista a la tierra de los ciclopes, que se hallaban cerca, y divisábamos el humo y oíamos las voces que ellos daban, y los balidos de las ovejas y de las cabras. Cuando el sol se puso y sobrevino la obscuridad, nos acostamos en la orilla del mar.

170 Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, los llamé a junta y les dije estas razones:

172 —Quedaos aquí, mis fieles amigos, y yo con mi nave y mis compañeros iré allá y procuraré averiguar qué hombres son aquéllos; si son violentos, salvajes e injustos, u hospitalarios y temerosos de las deidades.

177 Cuando así hube hablado subí a la nave y ordené a los compañeros que me siguieran y desataran las amarras. Ellos se embarcaron al instante y, sentándose por orden en los bancos, comenzaron a batir con los remos el espumoso mar. Y tan luego como llegamos a dicha tierra, que estaba próxima, vimos en uno de los extremos y casi tocando al mar una excelsa gruta a la cual daban sombra algunos laureles, en ella reposaban muchos hatos de ovejas y de cabras, y en contorno había una alta cerca labrada con piedras profundamente hundidas, grandes pinos y encinas de elevada copa. Allí moraba un varón gigantesco, solitario, que entendía en apacentar rebaños lejos de los demás hombres, sin tratarse con nadie; y, apartado de todos, ocupaba su ánimo en cosas inicuas. Era un monstruo horrible y no se asemejaba a los hombres que viven de pan, sino a una selvosa cima que entre altos montes se presentase aislada de las demás cumbres.

193 Entonces ordené a mis fieles compañeros que se quedasen a guardar la nave; escogí los doce mejores y juntos echamos a andar, con un pellejo de cabra lleno de negro y dulce vino que me había dado Marón, vástago de Evantes y sacerdote de Apolo, el dios tutelar de Ismaro; porque, respetándole, lo salvamos con su mujer e hijos que vivían en un espeso bosque consagrado a Febo Apolo. Hízome Marón ricos dones, pues me regaló siete talentos de oro bien labrado, una cratera de plata y doce ánforas de un vino dulce y puro, bebida de dioses, que no conocían sus siervos ni sus esclavas, sino tan sólo él, su esposa y una despensera. Cuando bebían este rojo licor, dulce como la miel, echaban una copa del mismo veinte de agua; y de la cratera salía un olor tan suave y divinal, que no sin pena se hubiese renunciado a saborearlo. De este vino llevaba un gran odre completamente lleno y además viandas en un zurrón; pues ya desde el primer instante se figuró mi ánimo generoso que se nos presentaría un hombre dotado de extraordinaria fuerza, salvaje, e ignorante de la justicia y de las leyes.

216 Pronto llegamos a la gruta; mas no dimos con él, porque estaba apacentando las pingües ovejas. Entramos y nos pusimos a contemplar con admiración y una por una todas las cosas; había zarzos cargados de quesos; los establos rebosaban de corderos y cabritos, hallándose encerrado, separadamente los mayores, los medianos y los recentales; y goteaba el suero de todas las vasijas, tarros y barreños, de que se servía para ordeñar. Los compañeros empezaron a suplicarme que nos apoderásemos de algunos quesos y nos fuéramos, y que luego, sacando prestamente de los establos los cabritos y los corderos, y conduciéndolos a la velera nave, surcáramos de nuevo el salobre mar. Mas yo no me dejé persuadir -mucho mejor hubiera sido seguir su consejo- con el propósito de ver a aquél y probar si me ofrecería los dones de la hospitalidad. Pero su venida no había de serles grata a mis compañeros.

231 Encendimos fuego, ofrecimos un sacrificio a los dioses, tomamos algunos quesos, comimos, y le aguardamos, sentados en la gruta, hasta que volvió con el ganado. Traía una gran carga de leña seca para preparar su comida y descargóla dentro de la cueva con tal estruendo que nosotros, llenos de temor, nos refugiamos apresuradamente en lo más hondo de la misma. Luego metió en el espacioso antro todas las pingües ovejas que tenía que ordeñar, dejando a la puerta, dentro del recinto de altas paredes, los carneros y los bucos. Después cerró la puerta con un pedrejón grande y pesado que llevó a pulso y que no hubiesen podido mover del suelo veintidós sólidos carros de cuatro ruedas. ¡Tan inmenso era el peñasco que colocó a la entrada! Sentóse enseguida, ordeñó las ovejas y las baladoras cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. A la hora, haciendo cuajar la mitad de la blanca leche, la amontonó en canastillos de mimbre, y vertió la restante en unos vasos para bebérsela y así le serviría de cena.

250 Acabadas con prontitud tales faenas, encendió fuego, y al vernos, nos hizo estas preguntas:

252 —¡Oh forasteros! ¿Quiénes sois? ¿De dónde llegasteis navegando por húmedos caminos? ¿Venís por algún negocio o andáis por el mar, a la ventura, como los piratas que divagan, exponiendo su vida y produciendo daño a los hombres de extrañas tierras?

256 Así dijo. Nos quebraba el corazón el temor que nos produjo su voz grave y su aspecto monstruoso. Mas, con todo eso, le respondí de esta manera:

259 —Somos aqueos a quienes extraviaron, al salir de Troya, vientos de toda clase, que nos llevan por el gran abismo del mar; deseosos de volver a nuestra patria llegamos aquí por otra ruta, por otros caminos, porque de tal suerte debió de ordenarlo Zeus. Nos preciamos de ser guerreros de Agamemnón Atrida, cuya gloria es inmensa debajo del cielo -¡tan grande ciudad ha destruido y a tantos hombres ha hecho perecer!-, y venimos a abrazar tus rodillas por si quisieras presentarnos los dones de la hospitalidad o hacernos algún otro regalo, como es costumbre entre los huéspedes. Respeta, pues, a los dioses, varón excelente; que nosotros somos ahora tus suplicantes. Y a suplicante y forasteros los venga Zeus hospitalario, el cual acompaña a los venerandos huéspedes.

272 Así le hablé; y respondióme en seguida con ánimo cruel: —¡Oh forastero! Eres un simple o vienes de lejanas tierras cuando me exhortas a temer a los dioses y a guardarme de su cólera: que los ciclopes no se cuidan de Zeus, que lleva la égida, ni de los bienaventurados númenes, porque aun les ganan en ser poderosos; y yo no te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros por temor a la enemistad de Zeus, si mi ánimo no me lo ordenase. Pero dime en qué sitio, al venir, dejaste la bien construida embarcación: si fue, por ventura, en lo más apartado de la playa o en un paraje cercano, a fin de que yo lo sepa.

281 Así dijo para tentarme. Pero su intención no me pasó inadvertida a mí que sé tanto, y de nuevo le hablé con engañosas palabras:

283 —Poseidón, que sacude la tierra, rompió mi nave llevándola a un promontorio y estrellándola contra las rocas en los confines de vuestra tierra, el viento que soplaba del ponto se la llevó y pudiera librarme, junto con éstos, de una muerte terrible.

287 Así le dije. El ciclope, con ánimo cruel, no me dio respuesta; pero, levantándose de súbito, echó mano a los compañeros, agarró a dos y, cual si fuesen cachorrillos arrojólos a tierra con tamaña violencia que el encéfalo fluyó del suelo y mojó el piso. De contado despedazó los miembros, se aparejó una cena y se puso a comer como montaraz león, no dejando ni los intestinos, ni la carne, ni los medulosos huesos. Nosotros contemplábamos aquel horrible espectáculo con lágrimas en los ojos, alzando nuestras manos a Zeus; pues la desesperación se había señoreado de nuestro ánimo. El ciclope, tan luego como hubo llenado su enorme vientre, devorando carne humana y bebiendo encima leche sola, se acostó en la gruta tendiéndose en medio de las ovejas.

299 Entonces formé en mi magnánimo corazón el propósito de acercarme a él y, sacando la aguda espada que colgaba de mi muslo, herirle el pecho donde las entrañas rodean el hígado, palpándolo previamente; mas otra consideración me contuvo. Habríamos, en efecto, perecido allí de espantosa muerte, a causa de no poder apartar con nuestras manos el grave pedrejón que el Ciclope colocó en la alta entrada. Y así, dando suspiros, aguardamos que apareciera la divina Aurora.

307 Cuando se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, el Ciclope encendió fuego y ordeñó las gordas ovejas, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. Acabadas con prontitud tales faenas, echó mano a otros dos de los míos, y con ellos se aparejó el almuerzo.

312 En acabando de comer sacó de la cueva los pingües ganados, removiendo con facilidad el enorme pedrejón de la puerta; pero al instante lo volvió a colocar, del mismo modo que si a un caraj le pusiera su tapa.

315 Mientras el Ciclope aguijaba con gran estrépito sus pingües rebaños hacia el monte, yo me quedé meditando siniestras trazas, por si de algún modo pudiese vengarme y Atenea me otorgara la victoria.

318 Al fin parecióme que la mejor resolución sería la siguiente. Echada en el suelo del establo veíase una gran clava de olivo verde, que el Ciclope había cortado para llevarla cuando se secase. Nosotros, al contemplarla, la comparábamos con el mástil de un negro y ancho bajel de transporte que tiene veinte remos y atraviesa el dilatado abismo del mar: tan larga y tan gruesa se nos presentó a la vista. Acerquéme a ella y corté una estaca como de una braza, que di a los compañeros, mandándoles que la puliesen. No bien la dejaron lisa, agucé uno de sus cabos, la endurecí, pasándola por el ardiente fuego, y la oculté cuidadosamente debajo del abundante estiércol esparcido por la gruta. Ordené entonces que se eligieran por suerte los que, uniéndose conmigo deberían atreverse a levantar la estaca y clavarla en el ojo del Ciclope cuando el dulce sueño le rindiese. Cayóles la suerte a los cuatro que yo mismo hubiera escogido en tal ocasión, y me junté con ellos formando el quinto.

336 Por la tarde volvió el Ciclope con el rebaño de hermoso vellón, que venía de pacer, e hizo entrar en la espaciosa gruta a todas las pingues reses, sin dejar a ninguna dentro del recinto; ya porque sospechase algo, ya porque algún dios se lo ordenara. Cerró la puerta con el pedrejón que llevó a pulso, sentóse, ordeñó las ovejas y las baladoras cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito.

343 Acabadas con prontitud tales cosas, agarró a otros dos de mis amigos y con ellos se aparejó la cena. Entonces lleguéme al Ciclope, y teniendo en la mano una copa de negro vino, le hablé de esta manera:

347 —Toma, Ciclope, bebe vino, ya que comiste carne humana, a fin de que sepas qué bebida se guardaba en nuestro buque. Te lo traía para ofrecer una libación en el caso de que te apiadases de mi y me enviaras a mi casa, pero tú te enfureces de intolerable modo. ¡Cruel! ¿Cómo vendrá en lo sucesivo ninguno de los muchos hombres que existen, si no te portas como debieras?

353 Así le dije. Tomó el vino y bebióselo. Y gustóle tanto el dulce licor que me pidió más:

355 —Dame de buen grado más vino y hazme saber inmediatamente tu nombre para que te ofrezca un don hospitalario con el cual huelgues. Pues también a los Ciclopes la fértil tierra les produce vino en gruesos racimos, que crecen con la lluvia enviada por Zeus; mas esto se compone de ambrosía y néctar.

360 Así habló, y volví a servirle el negro vino: tres veces se lo presenté y tres veces bebió incautamente. Y cuando los vapores del vino envolvieron la mente del Ciclope, díjele con suaves palabras:

364 —¡Ciclope! Preguntas cual es mi nombre ilustre y voy a decírtelo pero dame el presente de hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie; y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos.

368 Así le hablé; y enseguida me respondió con ánimo cruel: —A Nadie me lo comeré al último, después de sus compañeros, y a todos los demás antes que a él: tal será el don hospitalario que te ofrezca.

371 Dijo, tiróse hacia atrás y cayó de espaldas. Así echado, dobló la gruesa cerviz y vencióle el sueño, que todo lo rinde: salíale de la garganta el vino con pedazos de carne humana, y eructaba por estar cargado de vino.

375 Entonces metí la estaca debajo del abundante rescoldo, para calentarla, y animé con mis palabras a todos los compañeros: no fuera que alguno, poseído de miedo, se retirase. Mas cuando la estaca de olivo, con ser verde, estaba a punto de arder y relumbraba intensamente, fui y la saqué del fuego; rodeáronme mis compañeros, y una deidad nos infundió gran audacia. Ellos, tomando la estaca de olivo, hincáronla por la aguzada punta en el ojo del Ciclope; y yo, alzándome, hacíala girar por arriba. De la suerte que cuando un hombre taladra con el barreno el mástil de un navío, otros lo mueven por debajo con una correa, que asen por ambas extremidades, y aquél da vueltas continuamente: así nosotros, asiendo la estaca de ígnea punta, la hacíamos girar en el ojo del Ciclope y la sangre brotaba alrededor del ardiente palo. Quemóle el ardoroso vapor párpados y cejas, en cuanto la pupila estaba ardiendo y sus raíces crepitaban por la acción del fuego. Así como el broncista, para dar el temple que es la fuerza del hierro, sumerge en agua fría una gran segur o un hacha que rechina grandemente, de igual manera rechinaba el ojo del Ciclope en torno de la estaca de olivo. Dió el Ciclope un fuerte y horrendo gemido, retumbó la roca, y nosotros, amedrentados, huimos prestamente; mas él se arrancó la estaca, toda manchada de sangre, arrojóla furioso lejos de sí y se puso a llamar con altos gritos a los Ciclopes que habitaban a su alrededor, dentro de cuevas, en los ventosos promontorios. En oyendo sus voces, acudieron muchos, quién por un lado y quién por otro, y parándose junto a la cueva, le preguntaron qué le angustiaba:

403 —¿Por qué tan enojado, oh Polifemo, gritas de semejante modo en la divina noche, despertándonos a todos? ¿Acaso algún hombre se lleva tus ovejas mal de tu grado? ¿O, por ventura, te matan con engaño o con fuerza?

407 Respondióles desde la cueva el robusto Polifemo: —¡Oh, amigos! "Nadie" me mata con engaño, no con fuerza.

409 Y ellos le contestaron con estas aladas palabras: —Pues si nadie te hace fuerza, ya que estás solo, no es posible evitar la enfermedad que envía el gran Zeus, pero, ruega a tu padre, el soberano Poseidón.

413 Apenas acabaron de hablar, se fueron todos; y yo me reí en mi corazón de cómo mi nombre y mi excelente artificio les había engañado. El Ciclope, gimiendo por los grandes dolores que padecía, anduvo a tientas, quitó el peñasco de la puerta y se sentó a la entrada, tendiendo los brazos por si lograba echar mano a alguien que saliera con las ovejas; ¡tan mentecato esperaba que yo fuese!

420 Mas yo meditaba cómo pudiera aquel lance acabar mejor y si hallaría algún arbitrio para librar de la muerte a mis compañeros y a mí mismo. Revolví toda clase de engaños y de artificios, como que se trataba de la vida y un gran mal era inminente, y al fin parecióme la mejor resolución la que voy a decir. Había unos carneros bien alimentados, hermosos, grandes, de espesa y obscura lana; y, sin desplegar los labios, los até de tres en tres, entrelazando mimbres de aquellos sobre los cuales dormía el monstruoso e injusto Ciclope: y así el del centro llevaba a un hombre y los otros dos iban a entre ambos lados para que salvaran a mis compañeros.

431 Tres carneros llevaban por tanto, a cada varón; mas yo viendo que había otro carnero que sobresalía entre todas las reses, lo así por la espalda, me deslicé al vedijudo vientre y me quedé agarrado con ambas manos a la abundantísima lana, manteniéndome en esta postura con ánimo paciente. Así, profiriendo suspiros, aguardamos la aparición de la divina Aurora.

437 Cuando se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, los machos salieron presurosos a pacer, y las hembras, como no se las había ordeñado, balaban en el corral con las tetas retesadas. Su amo, afligido por los dolores, palpaba el lomo a todas las reses que estaban de pie, y el simple no advirtió que mis compañeros iban atados a los pechos de los vedijudos animales. El último en tomar el camino de la puerta fue mi carnero, cargado de su lana y de mí mismo, que pensaba en muchas cosas. Y el robusto Polifemo lo palpó y así le dijo:

447 —¡Carnero querido! ¿Por qué sales de la gruta el postrero del rebaño? Nunca te quedaste detrás de las ovejas, sino que, andando a buen paso pacías el primero las tiernas flores de la hierba, llegabas el primero a las corrientes de los ríos y eras quien primero deseaba volver al establo al caer de la tarde; mas ahora vienes, por el contrario, el último de todos. Sin duda echarás de menos el ojo de tu señor, a quien cegó un hombre malvado con sus perniciosos compañeros, perturbándole las mentes con el vino. Nadie, pero me figuro que aun no se ha librado de una terrible muerte. ¡Si tuvieras mis sentimientos y pudieses hablar, para indicarme dónde evita mi furor! Pronto su cerebro, molido a golpes, se esparciría acá y acullá por el suelo de la gruta, y mi corazón se aliviaría de los daños que me ha causado ese despreciable Nadie.

461 Diciendo así, dejó el carnero y lo echó afuera. Cuando estuvimos algo apartados de la cueva y del corral, soltéme del carnero y desaté a los amigos. Al punto antecogimos aquellas gordas reses de gráciles piernas y, dando muchos rodeos, llegamos por fin a la nave.

466 Nuestros compañeros se alegraron de vernos a nosotros, que nos habíamos librado de la muerte, y empezaron a gemir y a sollozar por los demás. Pero yo haciéndoles una señal con las cejas, les prohibí el llanto y les mandé que cargaran presto en la nave muchas de aquellas reses de hermoso vellón y volviéramos a surcar el agua salobre. Embarcáronse en seguida y, sentándose por orden en los bancos, tornaron a batir con los remos el espumoso mar.

473 Y, en estando tan lejos cuanto se deja oír un hombre que grita, hablé al Ciclope con estas mordaces palabras:

475 —¡Ciclope! No debías emplear tu gran fuerza para comerte en la honda gruta a los amigos de un varón indefenso. Las consecuencias de tus malas acciones habían de alcanzarte, oh cruel, ya que no temiste devorar a tus huéspedes en tu misma morada; por eso Zeus y los demás dioses te han castigado.

480 Así le dije; y él, airándose más en su corazón, arrancó la cumbre de una gran montaña, arrojóla delante de nuestra embarcación de azulada proa, y poco faltó para que no diese en la extremidad del gobernalle. Agitóse el mar por la caída del peñasco y las olas, al refluir desde el ponto, empujaron la nave hacia el continente y la llevaron a tierra firme. Pero yo, asiendo con ambas manos un larguísimo botador, echéla al mar y ordené a mis compañeros, haciéndoles con la cabeza silenciosa señal, que apretaran con los remos a fin de librarnos de aquel peligro. Encorváronse todos y empezaron a remar. Mas, al hallarnos dentro del mar, a una distancia doble de la de antes, hablé al Ciclope, a pesar de que mis compañeros me rodeaban y pretendían disuadirme con suaves palabras unos por un lado y otros por el opuesto:

494 —¡Desgraciado! ¿Por qué quieres irritar a ese hombre feroz que con lo que tiró al ponto hizo volver la nave a tierra firme donde creíamos encontrar la muerte? Si oyera que alguien da voces o habla, nos aplastaría la cabeza y el maderamen del barco, arrojándonos áspero peñón. ¡Tan lejos llegan sus tiros!

500 Así se expresaban. Mas no lograron quebrantar la firmeza de mi corazón magnánimo; y, con el corazón irritado, le hablé otra vez con estas palabras:

502 —¡Ciclope! Si alguno de los mortales hombres te pregunta la causa de tu vergonzosa ceguera, dile que quien te privó del ojo fue Odiseo, el asolador de ciudades, hijo de Laertes, que tiene su casa en Itaca.

506 Así dije: y él, dando un suspiro, respondió: —¡Oh dioses! Cumpliéronse los antiguos pronósticos. Hubo aquí un adivino excelente y grande, Telémaco Aurímida, el cual descollaba en el arte adivinatoria y llegó a la senectud profetizando entre los ciclopes; éste, pues, me vaticinó lo que hoy sucede: que sería privado de la vista por mano de Odiseo. Mas esperaba yo que llegase un varón de gran estatura, gallardo, de mucha fuerza; y es un hombre pequeño, despreciable y menguado quien me cegó el ojo, subyugándome con el vino. Pero, ea, vuelve, Odiseo, para que te ofrezca los dones de la hospitalidad y exhorte al ínclito dios que bate la tierra, a que te conduzca a la patria; que soy su hijo y él se gloria de ser mi padre. Y será él, si te place, quien me curará y no otro alguno de los bienaventurados dioses ni de los mortales hombres.

522 Habló, pues, de esta suerte; y le contesté diciendo:

523 —¡Así pudiera quitarte el alma y la vida, y enviarte a la morada de Hades, como ni el mismo dios que sacude la tierra te curará el ojo!

526 Así dije. Y el Ciclope oró en seguida al soberano Poseidón alzando las manos al estrellado cielo:

528 —¡Oyeme, Poseidón que ciñes la tierra, dios de cerúlea cabellera! Si en verdad soy tuyo y tú te glorias de ser mi padre, concédeme que Odiseo, asolador de ciudades, hijo de Laertes, que tiene su casa en Itaca, no vuelva nunca a su palacio. Mas si le está destinado que ha de ver a los suyos y volver a su bien construida casa y a su patria, sea tarde y mal, en nave ajena, después de perder todos los compañeros, y se encuentre con nuevas cuitas en su morada!

536 Así dijo rogando, y le oyó el dios de cerúlea cabellera. Acto seguido tomó el Ciclope un peñasco mucho mayor que el de antes, lo despidió, haciendo voltear con fuerza inmensa, arrojóse detrás de nuestro bajel de azulada proa, y poco faltó para que no diese en la extremidad del gobernalle. Agitóse el mar por la caída del peñasco, y las olas, empujando la embarcación hacia adelante, hiciéronla llegar a tierra firme.

543 Así que arribamos a la isla donde estaban juntos los restantes navíos, de muchos bancos, y en su contorno los compañeros que nos aguardaban llorando, saltamos a la orilla del mar y sacamos la nave a la arena. Y, tomando de la cóncava embarcación las reses del Ciclope, nos las repartimos de modo que ninguno se quedara sin su parte. En esta partición que se hizo del ganado, mis compañeros, de hermosas grebas, asignáronme el carnero, además de lo que me correspondía; y yo lo sacrifiqué en la playa a Zeus Cronida, que amontona las nubes y sobre todos reina, quemando en su obsequio ambos muslos. Pero el dios, sin hacer caso del sacrificio, meditaba como podrían llegar a perderse todas mis naves de muchos bancos con los fieles compañeros.

556 Y ya todo el día, hasta la puesta del sol, estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino. Cuando el sol se puso y sobrevino la obscuridad, nos acostamos en la orilla del mar.

560 Pero, apenas se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, ordené a mis compañeros que subieran a la nave y desataran las amarras. Embarcáronse prestamente y, sentándose por orden en los bancos, tornaron a batir con los remos el espumoso mar.

565 Desde allí seguimos adelante, con el corazón triste, escapando gustosos de la muerte, aunque perdimos algunos compañeros.

EL EXTRAÑO CASO DE LADY ELWOOD, de Roberto Fontanarrosa

El inspector Havilland detuvo su Austin al costado del camino que conducía a Middleford y quedó pensativo. No había dicho a nadie dónde pasaría sus quince días de vacaciones y la idea de retomar el camino hacia Londres se le instaló sólidamente en la cabeza.

Él tan sólo había prometido comunicarse cada tres días con Scotland Yard, en prevención de algún suceso inesperado, como el retorno del Destripador de Yorkshire, un ataque nuclear soviético o la fuga de un oso del zoológico. Esa franquicia de manejar a su gusto el contacto con sus superiores tan sólo se le concedía a hombres como Emerald L. Havilland, el más eficaz sabueso de las fuerzas de seguridad británicas. "El Detective Invicto" como bien lo había llamado la prensa tras su espectacular esclarecimiento del caso del robo del pony predilecto del Príncipe Andrew.

En tanto viraba lentamente el volante, una sonrisa, apretada en torno al cigarro que sostenían sus labios, ensanchó el rostro adusto del inspector: recordaba claramente la densa, profunda, prometedora mirada que le había dispensado Lady Elwood desde lo alto de su palco, días atrás, durante el concierto que brindó la Royal Philarmonic Orchestra.

Una hora después, el inspector Havilland, protegiendo su boca y su nariz bajo el abrigo de la bufanda con los colores del Tottenham Hotspur, golpeaba suavemente con su puño enguantado a las puertas de la mansión de Lady Elwood, la riquísima viuda de sir Lewis Norton.

Tras unos minutos de espera Havilland repitió el llamado. Finalmente, con la curiosidad propia de la profesión, giró el picaporte comprobando que la pesada puerta estaba abierta. Antes de entrar observó hacia la calle. Nadie lo había visto. El viento y la lluvia eran dos azotes flagelando Newcastle Street.

Recorrió un par de salones desiertos y luego comenzó a subir una ancha escalera de madera. En una de las habitaciones superiores halló a Lady Elwood. Estaba sobre la alfombra, caída al lado de su cama en posición poco ortodoxa y presentaba dos heridas profundas en la espalda.

Havilland husmeó el aire y luego tomó la medida que separaba la cómoda de la perilla de la luz. Fue hasta el cenicero y recogió dentro de un sobre las colillas de cigarrillos. Se paró en medio de la habitación, cruzado de brazos y mirando hacia los cerrados ventanales. Meneó la cabeza y silbó suave.

—Paul —musitó—. Finalmente lo hizo.

Recordaba el rostro joven e ingenuo de Paul Elwood, sobrino de la viuda, y las habladurías que de él y su tía se contaban en ciertos cenáculos.

—No debe haber abandonado el país aún —dedujo Havilland—. Tomará el ferry hacia Francia.

Anotó en una pequeña libreta la medida entre la cama y el ropero y constató que la puerta de éste estaba entornada. La abrió. Allí dentro, prácticamente sentado sobre el piso de madera, algo oculto por la profusión de tapados y pieles, se hallaba el cadáver de Paul Carpentier, estrangulado por una corbata de seda italiana azul, con diminutos puntos rojos.

Havilland se pellizcó los labios y cerró el ropero. Miró su libreta de apuntes y golpeteó con la base de su lapicera sobre la tapa de la libreta.

—Mannix —silabeó—. Gus Mannix.

No escapaban a su memoria proverbial los rasgos acentuados de Gus Mannix, profesor de piano de Paul, a quien algunas revistas proclives al escándalo sindicaban como antiguo enamorado de Lady Elwood.

-Los celos -musitó Havilland- son malos consejeros.

Se encaminó hacia el baño. Allí podría detectar huellas dactilares del impetuoso profesor Mannix. Havillando no pudo disimular un ritus de contrariedad cuando, junto a la bañera, semitapado por la cortina plástica encontró el cuerpo del eximio pianista. Entre ceja y ceja, algo más arriba que la congelada expresión de asombro que dibujaban sus ojos, mostraba el orificio pequeño pero nítido de una bala calibre 22.

El inspector aspiró hondo y tomó la medida entre el lavabo y el grifo de agua caliente.

-Estoy ante la obra de un loco -dictaminó-, Jerry Ferguson.

Nunca había podido olvidar la mirada extraviada del jardinero mientras le explicaba su extraña teoría sobre la doble personalidad de las azaleas y la influencia que ejercían las monocotiledóneas sobre las decisiones del Vaticano. Tampoco nunca había olvidado que Jerry Ferguson le había confiado que atendía los jardines de Lady Elwood.

-Sé muy bien dónde estará oculto -se dijo. Sorteando el cadáver de la acaudalada viuda, se dirigió al teléfono. No tenía tono. Observó que se hallaba desconectado. Agachándose tras el cable atisbó bajo la cama.

Allí, con la cabeza destrozada por un atizador de la estufa de leños, vio a Jerry Ferguson, el jardinero.

Havillando se frotó suavemente las yemas de los dedos. Frunció los 
labios y aprobó un par de veces enérgicamente con la cabeza.

Colocó nuevamente el auricular del teléfono en su horquilla. Luego retornó las colillas que había sacado, a sus ceniceros. Cortó la hoja con anotaciones de su libreta y la arrojó al inodoro, accionando luego el turbión de agua.

Se arrebujó entonces en su bufanda, bajó el ala de su sombrero, salió de la casa cerrando con cuidado la puerta y subiendo al Austin retomó camino hacia Middleford.